Espesas gotas de rocío descienden con dificultad por los gruesos escalones pintados a mano alzada sobre el lienzo del amanecer. Seres diminutos, claros, transparentes, acompañan a un sol naciente que se aproxima a paso lento –como anclado al horizonte-para añadirse una vez más a la interminable lista impregnada en los apiñados ladrillos de mi enorme pared azul. En el aire circunda el aroma de una atmósfera cargada de soledad: la gravedad juega a ser heroína y libera una triste hoja de garras insipientes con semblante de árbol soberbio en forma de dictador.

Los laberintos de mis oídos se ven invadidos por el incitante viento de octubre, que almacenado en diciembre, me recita su ya gastado discurso e intenta persuadirme con su tétrico canto de historias irrealizables mojadas en alta mar, pero el sólo juega, baila entre la nada, esgrime miradas e intenta apresar la mía, pero mis ojos se la niegan al observar inquietos a la vida que escapa juguetonamente por una ventana.

Aparentemente todo es normal allá afuera: las sombras continúan privadas de su voz, la luz es tenue y el minúsculo planeta Tierra vive girando eternamente en la ruleta interminable de la infinidad mientras el inmenso cielo azul se ha deslizado casi por completo sobre su charlatana silueta -tal como lo haría una afelpada frazada sobre el frágil cuerpo de un niño en una noche escabrosa de invierno-… sí, aparentemente todo es normal allá afuera… el silencio sobrecogedor encaja sobremanera en aquel homenaje -acto sublime oculto en el anonimato-, sólo el chasquido de mis nerviosos dientes es capaz de interrumpir su dulce melodía. La palpable luz de color naranja ha penetrado por completo mi hermosa habitación de tono azul -su sabor a avellanas rancias atormenta los cajones muertos sellados de castidad-.

Un gran espectáculo se lleva a cabo allá afuera, en lo ajeno, mas mi incorpórea existencia se limita a un frío despertar entre alforjas de solidez e ineptitud  que amenazan constantemente con esclavizarme a sus hebras de seda blanca y a sus cinturones de gladiador –guardianes altaneros de cualquier deseo con matiz de revolución, dramatizados en mi mente, encaprichados de libertad-. Un agonizante temblor febril ciñe la parte baja de mi abdomen- tiembla, desfila, ¿Qué intenta?-, y una perturbadora sonrisa amarillenta lo acompaña: al parecer está situada en el orificio norte del regazo de mis rasgados labios del color de una rosa , pero sólo son apariencias, nada es seguro… instantáneamente me convierto en víctima del azar y un recuerdo fugaz acude a mi memora: son los verdes prados de Praga sobre los cuales se extendían majestuosamente los radiantes tulipanes morados, que en el mes de marzo, con la primera llovizna, brotaban lentamente hasta formar una larga enredadera esparcida entre los rigurosos sembradillos de trigo, a veces rodeándolos, a veces ahogándolos, pero siempre con una expresión suculenta recatada bajo sus pétalos…. es inconcebible recordar, soberanas voces me atormentan y dictan la tímida imagen que mi ventana me muestra cada atardecer: un robusto árbol vestido de negro sujeto con recelo a las migas de tierra suelta que reconoce como suya, una verja y un camino que me invita siempre a recorrer el mundo mientras se desvanece entre la ciega bruma gris que sirve de anfitriona a la fatídica noche negra (espectros rutinarios apagados por estrellas multicolores plagadas de ingenuidad). La sensación de movimiento se hace cada vez más evidente en la corteza de mi enorme pared azul -legión de gendarmes innegables que acorralan mi siniestro mundo de cristal olvidado entre los despojos de una impertinente partitura de piano sin letra y sin compás-; el elenco de verdes grillos ha iniciado su solemne concierto de violonchelos y cítaras en homenaje a la nada y a la cisura de una vida danzante de carácter coloquial; el perezoso caracol de color crema avanza con lentitud, como huyendo de su propio rastro, e intenta alcanzar las puertas del éxtasis encarnado en la figura mortal de un sobrio agujero poroso abrigado con rigidez en los finitos paneles de delicada madera en forma de ventana; y sólo las inmortales hormigas marrones continúan allá arriba en uno más de sus intentos por conquistar el techo…

Mi ausente amigo continúa ausente, se fue con los naufragios de un ocaso prófugo de las tinieblas, se fue bailando entre la espuma escurridiza de las tibias y salobres olas de la antigüedad, se fue sin marcha, sin prisa, pero sus distraídos ojos negros continúan analizando cada parte de mi ser; su escuálida silueta sigue plasmada en los esbozos de su sombra partida a la mitad; el eco de su voz me grita y pregunta dónde estás, flota en el vacío, gime, ruega, me llama y no se va; su aroma, su risa nerviosa al despertar, su llanto melancólico eximido de utopías, sus escrúpulos exacerbados suponiendo prevención, su cabello, su nariz, su mirada retadora cegada por la premonición absurda de que todo acabó… las lágrimas no tardan en acudir, a manera de lluvia se deslizan desde el cielo de mis ojos y mojan sin censura el jardín de letras plantadas en la orfandad… se fue, se ha ido, y todo pretexto de felicidad se fue con él, el recuerdo de su existir derrama la certeza de saberme sola, abandonada, como un escupitajo adherido a las enormes paredes de mi hermosa habitación azul, sobre la tonalidad incolora de mi tétrico mundo sin luz… lo conocí en invierno: enanos esféricos caían del cielo, el frío husmeaba en el horizonte, gigantes de plata yacían inmensos sobre escalofriantes espejos plagados de figuras amorfas e inexplicables…  sólo el sonido lacerante de su voz acentuaba los ángulos más profanos de la majestuosidad… siempre encorvado, poseía una visión fatalista de la vida que le hacía ver sucesos jamás acontecidos; acostumbraba poner las manos frente al sol  para demostrar su invisibilidad, solía hurgarse los orificios nasales al pensar horrorizado que una comunidad de armadillos habitaba dentro de ellos, sonreía a los extraños y miraba con inquietud a los niños como tratando de responder el porqué de su nimiedad; le temía a las sombras, a los reflejos, a la luz, a la oscuridad, a las arañas, a los espejos, a los sonidos agudos, a los sonidos graves, al silencio, a las señoras con gesto de -según él- succión; a veces se ponía en cuclillas, entornaba los tristes ojos, y tiritaba una canción bizarra con el único objeto de acompañar a todo aquel solista desconocido a la humanidad; lloraba en presencia de alcohol y al verse abandonado incluso de la soledad, pero detrás de esos miedos, justo al lado derecho, en el lugar donde se guardan las cosquillas, escondía una afección extraña –casi enfermiza- por todo objeto de color azul… Chester Whessemhayer era su nombre.

- Los segundos se transforman en minutos, y éstos a su vez llegan a convertirse en horas, que a manera de mercenarios alistándose para una guerra, se amontonan de dos en dos hasta llegar a veinticuatro y desaparecen sin decir adiós en el paulatino Armagedón del tiempo.

-Estás llorando de nuevo, déjame secar ese par de lagrimillas, si no lo hago tu cara se convertirá en un sólido trozo de cristal…vamos, cuéntale a tu madre por qué estás llorando…

-Se fue… se ha ido…

-¿Quién se fue, Chester? Vamos pequeño, cuéntame quién se fue…

-Se fue…

-No llores más, duerme pequeño, duerme, sueña con el brillo de las estrellas amortajando tu silueta, con el sabor putrefacto de las tartas de arándano que tanto te gustan, duerme, duerme y regálame el silencio de tu bienestar, duerme…

El incendio del día se desvanece -una explosión increpante acompaña el sepelio del sol, montículos de humo blanquecino se esparcen sobre las cenizas, cráteres desconsolados se resignan y dan lugar a la espléndida noche carbonizada-; frías gotas de hiel corroen la escaza y prematura efigie de la luna, paisajes etéreos brillan inocuos en la adversidad, sombras elásticas caminan deformes en su inexistencia, y sólo el estruendo de sus alucinaciones acompaña las caricias de su madre, sólo el murmullo melódico de su elipsis humedece las lágrimas que lloran la desdicha de la miseria, la agonía de no poseer ni un mínimo rastro de fortuna que le permita apaciguar el estómago caducifolio de un hijo cuya lucidez nunca pudo comprobar…

Elizabeth Whessemhayer había nacido en la ciudad de Viena muchos años antes de que la guerra acabara con el reinado de su padre, era una niña de piel clara y ojos resueltos que nunca pudo dormir sin la presencia de su oblicua manta descolorida en forma de óvalo. Acostumbraba tomar el té con sus muñecas, recoger flores marchitas en sus caminatas repentinas por el bosque y completar con una nota el sonido triste del reloj al mediodía, por la tarde, asistía a las lecciones de balalaica proporcionadas por una prodigiosa institutriz de vestidos color melcocha que la obligaba a conservar la postura mientras el incesante sonido se desbordaba por los orificios de aquel fatal instrumento, luego, justo a la hora de la cena, se estremecía con la idea de recordar las numerosas inutilidades de los cubiertos sobre la mesa -el cuchillo de plata no debe ser usado para cortar las rebanadas de pan a pesar de que ambas palabras inicien con “p”, la cuchara de menor tamaño se emplea en la ingesta de postres mientras el tenedor no es para la sopa que por supuesto no se toma en la cena-; aglutinada por el rígido reglamento establecido por sus padres, permanecía impávida deleitándose con el aroma de las tartas de arándano en primavera y la figura grotesca de su dulce abuela Victoria junto a la estufa. Como toda una dama, discutía con Camila –una provinciana de espeso rubor en la frente rescatada hacía siete años de la subasta mensual- la importancia de usar gorro blanco a la intemperie y rojo en navidad, mas en esa noche ancestral de invierno no se percató del desvaído color mugriento de los rasgados trozos de tela que ceñían su rota figura,  tampoco recordó qué cubierto utilizar para  la distinguida cena acontecida en los frígidos senderos obscuros donde el entremés era excremento de sabandija y el platillo fuerte migajas de  pan compactadas con sal. Había sustituido los lúdicos recuerdos de su infancia por la elaboración de historias ficticias donde el principal protagonista era su hijo dominando monstruos arcaicos en las transparentes aguas del Danubio; la sonrisa de otros tiempos no existía más, en su lugar yacía un testigo unánime de la fiel tortura de apaciguar las amedrentadas fiebres de su pequeño con un simulacro inesperado de caricias; adquirió los ademanes propios del sufrimiento: las manos trémulas de tanto sollozar, el rostro desteñido por el miedo y el pensamiento obstruido por pasadizos misántropos saturados de épocas remotas en donde únicamente se preocupaba por el color de sus múltiples gorros… pero al encontrar los ojos de su hijo, vislumbraba las ásperas manos de agosto que la descubrieron por primera vez en una habitación anónima desperdigada entre los rescoldos de inmensos abetos paulatinos humedecidos por el sudor de la luna…

El día en que Chester nació vestía el esplendor de una mozuela destinada a la grandeza: el rubio tono de su cabello acentuaba el matiz pardo de los ojos inquietos que habían de perseguirla durante toda la vida; agitaba un par de atentas manos afligidas por el efímero recuerdo de la balalaica y la sinfonía de su voz provocaba un efecto placebo a quien la escuchaba…luego de dos días de intentos sufragados por la incertidumbre, concibió una criatura imprecisa de aspecto sobrenatural a la cual decidió intoxicar con severas dosis de mandrágora, mas al no poder acabar con ella, escapó a un  lugar remoto –se arrepentiría incesantemente en los crueles momentos de soledad- sin saber que sus padres nunca le reprocharían el desproporcionado fruto de su pasión.

-Serás la lágrima que humedezca eternamente mis ilusiones…

A las orillas de un lago perdido entre la nada; el niño recogía hojas secas para alimentar a los reflejos y se inmiscuía en planes abruptos sedientos de serenidad; nunca le gustó la compañía; creció en medio de sueños pútridos y estados de aberración inverosímil; imaginaba escenas inhóspitas donde la cabeza de su madre rodaba ensangrentada por las pabellones de una casa gris que nunca conoció –la observaba en lo lejano, en el vahído, en los espacios vacíos de su tétrico mundo agonizante, conquistaba cada dilatación de su figura, cada hebra, cada hilo, cada tonalidad-; permanecía días enteros en el crepúsculo de sus irreverencias; evitaba con desconfianza la mirada de aquella mujer de senos grandes, piel blanca y camisas amarillentas por la que sentía una irremediable aversión. Por las noches se entregaba a letargos prolongados con el único propósito del desvanecimiento; una serie de fúnebres imágenes atormentaban su sonrisa; frívolas sensaciones estremecían sus pálidas manos y solamente se tranquilizaba al ver el féretro lúgubre de la oscuridad…

Una tarde de mayo, Elizabeth acudió a las praderas cercanas de su improvisado aposento y lo encontró trazando bastiones de sangre con la cabeza de un centenario conejo blanco…

-¿Qué haces?

El niño la miró con la misma abnegación de su perplejidad, le dedicó una sonrisa escalofriante colmada de tierra y se llenó de satisfacción al ver la oportunidad intrínseca de aquel atentado: un sosegado placer parpadeó en su mirada, caminó asiduamente sobre sus pasos hasta contemplar el odio de aquel trazo rutinario acostumbrado a la monotonía y por vez primera acarició el sufrimiento de actos incestuosos perpetuados en el pasado, pero en el momento justo de la redención, el sonido de la ballesta inauguró la guerra, al escucharlo, Chester se abalanzó contra el pecho de su madre: había descubierto el color rojo de la sangre derramada en el pueblo, los gritos flagelados de mujeres desconocidas, el sonido de las herraduras tamborileando sobre las piedras, la mirada férvida de los cadáveres dirigida hacia el cielo, el clamor de las armas derrochándose en el silencio y  el brillo atenuante de las escudos de aquellos extranjeros que habían llegado desde lejos a socavar las riquezas de las cuales era el único heredero. Elizabeth, por su parte, lo tomó en brazos con la destreza con que nunca volvería a hacerlo y corrió con él hasta ser alcanzada por una espada que destrozó parte de su abdomen, sólo entonces se percató de lo mucho que amaba a ese ser de apariencia mitológica al que nunca fue capaz de comprender, sólo entonces recordó los jardines del castillo, la manera en que su abuela recortaba los dulces trozos de arándano para decorar las fragantes tartas de primavera, los vestidos almidonados de la reina, la sutura producida por la resonante voz del rey en la mañana, las pláticas distorsionadas con la sirvienta, el candor de las clases de balalaica y el estupor de la lluvia derramándose sobre el bosque.

El niño sintió cómo su madre caía perpendicularmente sobre las raíces de un árbol partido por el tiempo, y al percatarse de su muerte, corrió sin descanso llorando la amargura de nunca haberle podido decir que eran las hormigas quienes robaban la comida por las noches, que no era él el culpable de la falta de agua en el cántaro de la estufa, que sólo quería estar con ella y escuchar nuevas historias sobre el Danubio; corrió sin darse cuenta de la luna sobre su cabeza, sin ver las nubes que anunciaban los horrores de una noche insepulta plagada de indiferencia, sin decodificar los mensajes susurrados por el viento ni las imágenes pintadas en las estrellas, no le importaba nada más que llegar a un lugar lejos de la escena que tantas veces soñó y de la cual se sentía responsable,  así que decidió perderse en el bosque para ser devorado por las criaturas de las que nadie nunca le habló: permaneció escondido en una cueva donde se alimentaba de pequeños frutos acarreados por roedores y cada dos días bajaba a un pequeño riachuelo para sorber minúsculas cantidades de agua hasta el día en que lo encontré tiritando del frío mientras trataba de seccionar el hielo donde antes manaba dulce líquido transparente, fue entonces cuando decidí llevarlo conmigo y encargarme de él hasta convertirlo en un hombre de bien, mas en ese entonces sólo era una niña de siete años al igual que él y lo único que pude hacer fue mostrarle mi muñeca:

-       ¿Cómo te llamas?
-       Chester
-       ¿Y tu mamá?
-       Ella…
-       ¿Ella qué?
-      
-       No importa, si no quieres no me digas, ¿Quieres ir conmigo a comer un poco de pasas?
-       ¿Qué son pasas?
-       Son… las verás cuando lleguemos, me llamo Margaret Swam
-        Yo tengo un amigo…
-       ¿Y dónde está?
-       Se fue… se ha ido…
-       No llores, vamos, dame la mano, ella es mi muñeca, se llama Elizabeth
-       Elizabeth…

Al llegar, Chester se aferró a las enormes cortinas azules de la sala y permaneció inmóvil toda una mañana hasta que mi madre le ofreció un poco de tarta de arándano, desde entonces mi fiel compañero y yo vivimos los mejores momentos de la vida deleitándonos con las ocurrencias de dos niños cuya única preocupación era descubrir la figura oculta tras las nubes del ocaso, pero el día en que le confesé mi amor por Paolo Witchi, se encerró en ático  sin emitir ni un solo sonido para constatar su existencia: volvió a hablar con la sombras.

-       No me ama, no me ama, y yo que dibujé para ella un jardín de flores sobre el atardecer, y yo que soñaba con su sonrisa cada noche, cada tarde, cada momento, y esperaba impaciente cualquier instante para poder encontrar su melódica vos de ángel y sus ojos verdes mirándome siempre con curiosidad, no me ama, fueron en vano todas las historias sobre el Danubio y la revelación de mis secretos, no me ama, no me ama, se irá igual que mi madre, igual que mi amigo… pero no, no he de permitirlo, esta vez permanecerá junto a mí, aunque no me ame…

-       Chester no debes hacerlo
-       ¡Por qué no puedo, Chester!
-       No puedes obligarla a quererte, si nadie lo ha hecho ¿por qué tendría que ser ella la excepción?
-       ¡Calla!
-       Admítelo…
-       ¡Que te calles te digo!
-       ¿Y qué harás? ¿La matarás acaso?
-       A ella no…
-       ¿Entonces a quién?
-       A Paolo…

Un malévolo plan se forjó en su retraída mente, imaginó a Paolo extendido sobre lagunas de sangre de profundidad indefinida donde habitaba el monstruo de las historias de su madre y se dirigió a cometer el acto por el que luego habría de acabar con su propia vida, escapó por la ventana figurando la apariencia intacta de un asesino, tomó un puñal de plata que robó de la habitación del señor Swam y guardó en su mirada la extrañeza oculta de quien no sabe nada. La casa estaba a unas cuantas millas del bosque, al otro lado del lago, en lugar donde años antes había contemplado la muerte de su madre, en el abismo donde se perdía su infancia entre los temores a lo desconocido, a lo oscuro, a sí mismo…  mas en su ofuscación, no se percató de mi presencia, lo seguía desde lejos, olfateando cada gesto inseguro de sus desorientados pies, dirigiéndome por el temblor de sus trémulas manos, buscando su silueta en medio de los árboles, amparándome de la escasa luz de luna y del sonido de los insectos; poco a poco subió por una escalera que conducía a la habitación de mi amado, tenía miedo –él, no yo-, sin embargo, yo conocía mejor el lugar, me dirigía a la puerta trasera, la tomé por la fuerza y entré a la cocina sin hacer más ruido que el gato que en ese momento decidió maullar; intenté detenerlo pero él fue más ágil: se deslizó como una sombra por la habitación, vaciló al escuchar la fragmentada respiración de Paolo, pero en la mitad de un segundo enterró el desnudo cuchillo sobre su abdomen y en la mitad del otro desgarró los tejidos pulmonares y el corazón… una lágrima escapó de mis ojos y se fundió en el rojo de la sangre… al verme, Chester sonrió, pero en mí sólo encontró una mirada de odio y de reproche que lo obligó a marcharse, a abandonar el sitio que nunca le correspondió, a correr nuevamente en busca de un lugar donde el azul resplandeciera majestuoso junto al aroma del arándano en flor.

Nunca volví a verlo de nuevo, pero ahora me doy cuenta de lo mucho que lo extraño, de lo mucho que añoro sus ojos intentando descubrir algo nuevo sobre los míos, extraño sus manos, su risa…alguien llama…

-       Ha pasado mucho tiempo, tu pelo ha perdido el negro profundo en el que antes confundía la noche, tus tiernos ojos verdes no me miran más con curiosidad, ¿Qué te ha pasado, Margaret?
-      
-       Soy Chester, ¿No me reconoces?
-       Chester Whessemhayer, ¡quiero que salgas en este preciso momento de mi casa!
-       Veo que te gustan los gatos…
-       ¡Vete!
-       ¿No me has perdonado? ¿No me amas aún?
-       ¡Que te vayas!
-       Bien, en este caso creo que tendré que matarte…
-       ¿Qué dices?

Durante su ausencia, Chester manipuló una y otra vez la frágil idea de acabar con Margaret, ya que para él, esa era la única manera de olvidarla, de borrar de forma permanente el color de su mirada, su sonrisa, el aroma de su pelo, sus manos, la textura de su piel… así que permaneció en el anonimato alimentándose de las dulces mandrágoras con que su madre intentó asesinarlo una vez, ahora estaba ahí, contemplando la silueta de la mujer que más amó, disfrutando nuevamente del contacto de su aliento, de las caricias producidas por su respiración, del aroma emanado por su esencia, ahora estaba ahí, con el peso de cincuenta años en los cuales sobrevivió con el recuerdo de un amor no correspondido y el tormento de los delirios que siempre lo acompañaron, ahora estaba ahí, acariciando el mismo puñal con el que cometió el primer asesinato, y al escuchar las palabras de Margaret, no perdió tiempo en iniciar su noble designio…

-       Si no me amas morirás…
-       Chester…

Descargó su fuerza sobre la hermosura de aquel longevo cuerpo que nunca hizo más que compadecerse de él, apretujó el cuello hasta hacerlo sucumbir y enterró el puñal muchas veces sobre la cavidad torácica, mas final, se detuvo convaleciente para dejar un frío beso que había de acompañarla en la muerte. Nadie supo nunca que fue Chester quien acabó con la vida de la reina de Praga, nadie se enteró que fue precisamente él el nieto perdido del rey de Viena, nadie lo vio durante el día, y sólo las sombras lo acompañaron en su constante búsqueda de la tranquilidad, en una búsqueda que lo llevó a acabar con su propia vida.

-       Y ahora que estás solo, ¿Qué harás, Chester?
-       Creo que me arrojaré del peñasco…
-       ¿Estás seguro, Chester?
-       No
-       Tienes razón, nunca te gustó el dolor, ¿Entonces qué haremos?
-       Nos sentaremos a esperar la muerte, Chester
-       ¿Y si ya estamos muertos?
-       En verdad lo dudo
-       ¿Quieres tarta de arándano?
-       ¿Les ponemos mandrágoras?
-      
-       ¿Has oído hablar de Mandrágoros?
-       No en verdad
-       ¿Quieres que te cuente?
-       No, mejor esperemos la muerte, aguardemos por ella que ya la siento venir

Y esa noche, Chester comió ,como todas las otras noches, el dulce postre que preparaba su madre en primavera y expiró al intoxicarse con las temibles dosis de mandrágoras de las que nunca se adoleció.